Amor y Odio: Los Hongos en la Cultura Occidental
Navegando por las redes podemos leer y oír a los modernos amantes de los hongos explicando los motivos de su pasión. La mayoría de las apreciaciones relatadas están llenas de fervor personal e interpretaciones que no dejan de ser interesantes, pero ¿podemos estudiar de una manera más profunda las raíces de estas preferencias?
Si hacemos una lista de los alimentos o bebidas que consumimos, podemos asociar a la cerveza con una tarde con amigos, o a la carne con un almuerzo familiar, o por qué no, con la muerte de los animales que la proveen. Sin embargo, más allá de estas experiencias cotidianas limitadas al presente, existe un acervo cultural que no tenemos presente de manera consciente. En este sentido, un animal que es considerado comestible en una cultura, puede ser sagrado o nefasto en otra. Entonces, aunque nuestra sociedad moderna olvide o desprecie algunos de sus saberes tradicionales o religiosos, es posible que nuestras costumbres hayan sido definidas por una herencia milenaria.
El primer gran avance en esta dirección lo dio el matrimonio de Valentina y Gordon Wasson, a quienes consideramos fundadores de la etnomicología. Ellos advirtieron que hay pueblos micófilos y micófobos, y se preguntaron por las raíces de esta polarización. Notaron que la Europa noratlántica disfrutaba mucho menos de los hongos que los países mediterráneos y orientales de este continente. Como ejemplo de sociedad micofóbica eligieron a los ingleses, lo que les valió no pocas críticas. Para pesar de muchos, los Wasson demostraron a través de anécdotas, historia y literatura, que los ingleses no son amantes tradicionales de los hongos. Citaron ejemplos de dichos populares y de poemas, y hasta se valieron de ingeniosas metáforas literarias como la de Sir Conan Doyle, cuando describe a los hongos del campo húmedo en su novela Sir Nigel: "...era como si la tierra enferma hubiera estallado en fétidas pústulas...", y hasta cuentan sobre la sorpresa de Darwin al ver la importancia de Cyttaria en la dieta de los nativos de Tierra del Fuego. Esto no nos suena raro; quienes estudiamos colecciones en fungarios, sabemos que Darwin solía anotar sus ejemplares de Lycoperdon, con el nombre de Lycopodium (una planta), error que no cometería al tratar sus seres vivos predilectos. Citan también las dificultades documentadas de un inglés al traducir una carta de alimentos en la sección que contenía muchos hongos.
El uso generalizado del nombre "toadstool" para muchas especies, por parte de los ingleses, denota desinterés y hasta cierto desdén. Toadstool significa "asiento de los sapos" en su concepción actual, pero al parecer, para los celtas y otras culturas locales estos animales constituían un tabú y una abominación. A esto debemos agregar la hipótesis de que la etimología verdadera podría ser germánica; "Todesstuhl" o silla de la muerte.
Sin extendernos en las numerosas pruebas de los Wasson, diremos que en el polo "micófilo" situaron a los eslavos, y en particular a Rusia, la nación de origen de Valentina. En el folklore eslavo, los hongos participan de anécdotas más simpáticas, sus nombres pueden ser usados como sobrenombres cariñosos para personas. Incluso le dan nombre a un aria de una ópera del checo Leoš Janáček, y son citados casi como un regalo en Ana Karenina, de León Tolstói.
Más allá de las anécdotas que el interesado puede leer en "Hongos, Rusia e Historia" de los Wasson, podemos seguir buscando huellas aún más antiguas sobre las emociones humanas evocadas por los hongos. La lingüística histórica nos permite acceder a experiencias datadas en las mismas raíces de nuestra cultura. Tal es así, que distribución de "cognatos" (palabras emparentadas) en las lenguas indoeuropeas, nos ayudan a comprender posibles relaciones entre la humanidad y los hongos de hace miles de años.
Un grupo de esas palabras relacionadas es el que nos da las palabras 'hongo' y 'esponja' en castellano, o 'fungus' en latín. Al parecer, la antigua raíz de estas palabras no es indoeuropea. Recordemos que las lenguas indoeuropeas son la mayoría de las de Europa, y algunas de las de Asia meridional. Al parecer, un antepasado de esta palabra, que ya significaría "hongo", fue importado por los griegos, los latinos y los armenios. Los griegos, en su cultura marítima, y micófobos según los Wasson, se olvidaron de este significado y empezaron a aplicar la palabra 'sphongos' a las esponjas de mar. Los latinos siguieron usándola para los hongos así como los armenios, que también la usaron para alguna especie de roble y sus hongos asociados. De alguna manera, y apoyando la idea de los Wasson sobre la micofobia anglosajona, la raíz llegó al inglés para dar los vocablos 'punk', 'spunk' y 'funk', que han pasado de significar "madera podrida" o "yesquero" (hongo que se usa para iniciar fuego) a tener sentidos peyorativos, a designar fluidos o actividades sexuales y en la actualidad, a fenómenos culturales relacionados con la rebeldía. Los sentidos sexuales siempre se asociaron a los hongos en diversas tradiciones, y es notable que la palabra 'tinder' (de otro origen) que en inglés se usa para los hongos yesqueros, ha dado nombre a la aplicación de citas on-line.
En alemán, 'Funken' es la chispa, en clara consonancia con el uso para iniciar llamas y los latinos derivaron de otra raíz los sustantivos 'fomes' y 'fomentum', que nos dan el nombre de un hongo yesquero, y nuestro verbo 'fomentar'. El fuego, las chispas y los rayos han intervenido en la historia de los hongos en muy distantes culturas. En todo el mundo hay mitos sobre los rayos que promueven la aparición de los hongos (tal vez por la humedad de las tormentas) y no es extraño que muchos pueblos creyeran que en ellos se escondía, posiblemente, el chispeante poder de estas descargas eléctricas. La muerte de los árboles y la pudrición de su madera habrían sido observadas por diversas culturas, pensando cómo los hongos toman todo el poder de hacer fuego que perdían los árboles al morir y degradarse.
Dijimos que los griegos habían olvidado el significado fúngico de 'sphongos'. En su lugar, reponen ese sentido en 'mykes', relacionado con 'myxa', que nos dan 'micología', pero también todos los derivados de 'mucus', 'mucosas', el nombre del género Mucor, y las palabras 'mugre' y 'mugroso', y que según los Wasson pasan por el francés 'mousseron' para dar 'mushroom' en inglés. Las palabras relacionadas con los matices de lo viscoso, mucoso, lúbrico y sucio también se asociaron a los hongos en muchos idiomas. Pensemos por ejemplo en el género Suillus (en latín, relacionado con los cerdos), los 'porcini' (hongos-puerco) de los italianos. Los alemanes los llaman "Steinpilz" (hongo-piedra) pero, al parecer, este nombre deriva de algo parecido a 'Schweinpilz' (hongo-cerdo). Lo inmundo se ve también en la palabra 'seta' de los españoles, relacionada con el 'septa' (cosas podridas) de los griegos, del que nos viene la 'sepsis' con la que los médicos denotan a las infecciones sistémicas.
Con la delicadeza que el tema requiere, los Wasson nos cuentan de las implicaciones sexuales de todos estos sentidos. Nos cuentan que el 'mykes' griego comenzó nominando a las morillas y Phallus, pero que metafóricamente pasó a designar el miembro sexual masculino en diversos textos antiguos, y todo esto en asociación con los fluidos corporales "mucosos" derivados de 'mykes' y 'myxa' y cuyo sentido llega (por la linea de sphongos) al 'spunk' del inglés. Las formas que recuerdan órganos sexuales humanos, perrunos y demás, son evidentes en los nombres elegidos por los grandes micólogos para esos géneros.
Basados en reconstrucciones lingüísticas de significados, algunos expertos aseguran que en el primordial significado, la raíz de sphongos estaría asociada también a tumoraciones u órganos sobresalientes de una superficie, ya que designan a las tonsilas en algunas lenguas. No sería raro, pensando en los políporos que sobresalen de la madera de los árboles, y que muchas veces los llevan a la muerte. De aquí, es posible entender por qué los han utilizado muchas culturas como medicina mágica para las tumoraciones, siguiendo uno de los principios de la magia simpatética que enuncia Frazer: lo parecido cura a lo parecido.
Sin haber abarcado más que una mínima parte de lo que se sabe de estas palabras, nos gustaría pensar en lo que ellas nos dicen de nuestra relación para con los hongos. Las ciencias naturales tienden a sobresimplificar estas cuestiones. Cuando se encontró la momia de Ötzi, un viajero de los Alpes de la edad del cobre que llevaba a modo de amuleto dos hongos políporos, los científicos comenzaron a estudiar la química de estas especies y llegaron a conclusiones que nos parecen un tanto anacrónicas. Vieron que la momia había tenido parásitos, e indicaron que, por los compuestos de estos hongos, Ötzi podría haberlos usado como antiparasitarios. Otros afirmaron que los usaría para afilar su hacha, o para iniciar el fuego. Más allá de la veracidad científica, el marco lingüístico nos permite suponer un valor simbólico y cultural enorme que cuesta limitar a análisis de composición molecular. Toda la relación con la vida, la sanación, la magia, la sexualidad y el fuego, entre otros, podría permitirnos especular que el valor que daban a los hongos nuestros antepasados no tendría por qué limitarse a su uso material. ¿Por qué es más fácil pensar en Ötzi como un técnico de la supervivencia, que como una persona resultante de los significantes de su época, tan compleja como nosotros mismos? ¿Acaso creemos que las danzas de la lluvia provocaban condensación de agua por vibraciones sonoras, sin tener un sentido cultural más complejo?
En las redes sociales detectamos muchas de las emociones evocadas por los hongos. Desde las ganas de comerlos, la ilusión de alucinar, de curarse, o el sentimiento de suciedad y vergüenza por encontrarlos en nuestra propia casa. Esta compleja maraña de impresiones, no puede menos que asentarse sobre las bases de la complejidad de nuestras relaciones históricas con los hongos. Estas relaciones han sido verificadas por grandes lingüistas como Roman Jakobson y antropólogos de la talla de Claude Levi-Strauss. Aún las especulaciones que permiten asociar el uso de los hongos alucinógenos como base de nuestros saberes culturales y religiosos gozan de respeto por parte de la comunidad intelectual en estas ciencias.
Por supuesto creemos que existe un espacio para las aspiraciones individuales, donde tenemos autonomía por sobre la matriz sociocultural; el mismo Freud utilizó a los hongos como ejemplo del funcionamiento de los sueños, en los que la maraña de asociaciones metonímicas se comportarían como un micelio indiferenciado del que el deseo emerge como el cuerpo fructífero. Y, sea cual fuera nuestra posición frente al psicoanálisis, no podemos dejar de reconocer su influencia en el pensamiento desde principios del siglo XX, que ha motivado hasta las vanguardias artísticas de nuestro tiempo.
Es nuestro sentimiento que los invaluables resultados de las ciencias naturales se interpreten desde este vasto (y no menos racional) acervo cultural, para que podamos comprender las bases de nuestras inclinaciones, sin reducirlas en su totalidad a compuestos químicos y características nutricionales. No debemos reducir nuestra experiencia a la ciencia de los últimos años si queremos entender nuestro comportamiento, nuestras pasiones y, sin olvidar el objetivo de este texto, nuestro amor o nuestro odio por los hongos.
El Dr. Francisco Kuhar es micólogo especializado en diversidad de hongos, en particular gasteroides y ectomicorrícicos y aplicación biotecnológica de enzimas fúngicas. Es profesor de micología en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco e Investigador Asistente del CONICET en el Instituto Multidisciplinario de Biología Vegetal (IMBIV - UNC), miembro de la fundación Hongos de Argentina y Curador de la colección de hongos del Museo Botánico.
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